Érase una vez un indio que abandonó la reserva y fue a
visitar a un hombre blanco al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande,
con todo ese ruido, esos coches y tantas personas que tienen todas tanta prisa,
era algo nuevo y desconcertante para el indio.
El piel roja y el rostro pálido paseaban por la calle cuando,
de repente, el indio le dio un ligero toque a su amigo en el hombro y le dijo:
–¡Párate un momento! ¿Oyes lo que yo estoy oyendo?
El hombre blanco contestó:
–Lo único que oigo es el claxon de los coches y el
traqueteo de los autobuses. Y también las voces y el ruido de los pasos de los
hombres. ¿Qué es lo que te ha llamado la atención?
–Ninguna de esas cosas. Oigo que en los alrededores hay
un grillo cantando.
El hombre blanco aguzó el oído. Después sacudió la cabeza.
–Te estás equivocando, amigo –dijo–. Aquí no hay grillos.
Además, aunque hubiese un grillo por aquí, en alguna parte, sería imposible oír
su canto con todo este ruido de fondo.
El indio dio unos cuantos pasos. Se quedó parado ante
la pared de una casa. Por esa pared crecía una vid silvestre. Corrió unas hojas
hacia un lado, y ¡vaya asombro para el hombre blanco! Allí había, en efecto, un
grillo, que cantaba con todas sus fuerzas. Y, cuando el hombre blanco vio el
grillo, también pudo percibir el sonido que emitía.
Siguieron andando, y después de un rato dijo el hombre
blanco:
–Está claro que eras tú quien podía oír el grillo. Tu oído
está mucho mejor entrenado que el mío. Además, los indios tienen el oído más
desarrollado que los blancos.
El indio sonrió, negó con la cabeza y respondió:
–Te equivocas, amigo. El oído de un indio no es mejor ni
peor que el de un blanco. Atiende, que te lo voy a demostrar.
El hombre blanco aguzó el oído. Después sacudió la cabeza.
–Te estás equivocando, amigo –dijo–. Aquí no hay grillos.
Además, aunque hubiese un grillo por aquí, en alguna parte, sería imposible oír
su canto con todo este ruido de fondo.
El indio dio unos cuantos pasos. Se quedó parado ante
la pared de una casa. Por esa pared crecía una vid silvestre. Corrió unas hojas
hacia un lado, y ¡vaya asombro para el hombre blanco! Allí había, en efecto, un
grillo, que cantaba con todas sus fuerzas. Y, cuando el hombre blanco vio el grillo,
también pudo percibir el sonido que emitía.
Siguieron andando, y después de un rato dijo el hombre
blanco:
–Está claro que eras tú quien podía oír el grillo. Tu oído
está mucho mejor entrenado que el mío. Además, los indios tienen el oído más
desarrollado que los blancos.
El indio sonrió, negó con la cabeza y respondió:
–Te equivocas, amigo. El oído de un indio no es mejor ni
peor que el de un blanco. Atiende, que te lo voy a demostrar.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de 50
céntimos y la dejó caer sobre la acera.
La moneda tintineó al chocar con el asfalto, y las personas
que se encontraban a varios metros de los dos amigos se apercibieron del sonido
y miraron hacia todos los lados. Finalmente, uno la encontró, la recogió y se
la guardó. Después siguió andando.
–¿Ves? – dijo el indio–. El tintineo de la moneda no era
un sonido más fuerte que el canto del grillo, y a pesar de ello lo han oído
muchas mujeres y hombres blancos y se han dado la vuelta al instante, mientras que
el canto del grillo nadie lo oyó más que yo. No es cierto que el oído de los
indios sea mejor que el de los blancos. Es simplemente que cada uno oye bien solo
aquello a lo que está acostumbrado a atender.
FREDERIK HETMANN
Historia
de pieles rojas
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