RSS

Un hombre muy rico


Un hombre muy rico
Lectura
6
El señor Puk era muy rico. Superriquísimo. Tenía depósitos llenos de monedas. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Quintales y toneladas de monedas y billetes de todas clases y de todos los países.
El señor Puk decidió hacerse una casa.
–La haré en el desierto, lejos de todo y de todos. La construiré con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de piedras, ladrillos, madera y mármol.
Llamó a un arquitecto para que le diseñara la casa.
–Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones
–dijo el señor Puk–, una para cada día del año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con las monedas, ¿comprendido?
–Harán falta algunos clavos…
–Nada de eso. Si necesita clavos, coja mis monedas de oro, fúndalas y haga clavos de oro.
–Harán falta tejas para el techo…
–Nada de tejas. Utilizará mis monedas de plata; obtendrá una cobertura muy sólida.
El arquitecto hizo el diseño y se inició la construcción.
Todas las noches, el señor Puk registraba a los albañiles para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. También les hacía sacar la lengua por si escondían alguna moneda en la boca.
Cuando se terminó la construcción, el señor Puk se quedó solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de dinero. Había dinero bajo sus pies, dinero sobre su cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no veía más que dinero.
Hasta los marcos y los cuadros estaban hechos con monedas.
Cuando el señor Puk subía las escaleras, reconocía las monedas que pisaba sin mirarlas, por el roce que producían sobre la suela de los zapatos. Y mientras subía con los ojos cerrados, murmuraba: «De Rumanía, de la India, de Indonesia, de Islandia, de Ghana, de Japón, de Sudáfrica…».
Para dormirse, el señor Puk hojeaba libros con billetes de banco de los cinco continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba de hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano, el señor Puk encontró un billete falso.
–¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Habrá más?
El señor Puk se puso a hojear rabiosamente todos los volúmenes de su biblioteca y encontró una docena de billetes falsos.
–¿No habrá también monedas falsas rodando por la casa? Tengo que mirar.
Y así empezó a deshacer toda la casa, en busca de monedas falsas. Empezó por el tejado y luego siguió hacia abajo, un piso tras otro. Cuando encontraba una moneda falsa, gritaba:
–La reconozco, me la dio aquel bribón.
Poco a poco, el señor Puk desmontó toda su casa.
Luego se sentó en medio del desierto, sobre un montón de ruinas. Ya no tenía ganas de reconstruir la casa. Pero como tampoco le apetecía abandonar su dinero, se quedó allí arriba, furioso. Y de estar siempre encima de su montón de monedas se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta que se convirtió en una moneda, en una moneda falsa. Y aún hoy, cuando la gente acude a apoderarse de las monedas, a él lo tiran en medio del desierto.

GIANNI RODARI
Cuentos para jugar (Adaptación)

  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

EL CANTO DEL GRILLO

Érase una vez un indio que abandonó la reserva y fue a visitar a un hombre blanco al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande, con todo ese ruido, esos coches y tantas personas que tienen todas tanta prisa, era algo nuevo y desconcertante para el indio.
El piel roja y el rostro pálido paseaban por la calle cuando, de repente, el indio le dio un ligero toque a su amigo en el hombro y le dijo:
–¡Párate un momento! ¿Oyes lo que yo estoy oyendo?
El hombre blanco contestó:
–Lo único que oigo es el claxon de los coches y el traqueteo de los autobuses. Y también las voces y el ruido de los pasos de los hombres. ¿Qué es lo que te ha llamado la atención?
–Ninguna de esas cosas. Oigo que en los alrededores hay un grillo cantando.
El hombre blanco aguzó el oído. Después sacudió la cabeza.
–Te estás equivocando, amigo –dijo–. Aquí no hay grillos. Además, aunque hubiese un grillo por aquí, en alguna parte, sería imposible oír su canto con todo este ruido de fondo.
El indio dio unos cuantos pasos. Se quedó parado ante la pared de una casa. Por esa pared crecía una vid silvestre. Corrió unas hojas hacia un lado, y ¡vaya asombro para el hombre blanco! Allí había, en efecto, un grillo, que cantaba con todas sus fuerzas. Y, cuando el hombre blanco vio el grillo, también pudo percibir el sonido que emitía.
Siguieron andando, y después de un rato dijo el hombre blanco:
–Está claro que eras tú quien podía oír el grillo. Tu oído está mucho mejor entrenado que el mío. Además, los indios tienen el oído más desarrollado que los blancos.
El indio sonrió, negó con la cabeza y respondió:
–Te equivocas, amigo. El oído de un indio no es mejor ni peor que el de un blanco. Atiende, que te lo voy a demostrar.

 

El hombre blanco aguzó el oído. Después sacudió la cabeza.
–Te estás equivocando, amigo –dijo–. Aquí no hay grillos. Además, aunque hubiese un grillo por aquí, en alguna parte, sería imposible oír su canto con todo este ruido de fondo.
El indio dio unos cuantos pasos. Se quedó parado ante la pared de una casa. Por esa pared crecía una vid silvestre. Corrió unas hojas hacia un lado, y ¡vaya asombro para el hombre blanco! Allí había, en efecto, un grillo, que cantaba con todas sus fuerzas. Y, cuando el hombre blanco vio el grillo, también pudo percibir el sonido que emitía.
Siguieron andando, y después de un rato dijo el hombre blanco:
–Está claro que eras tú quien podía oír el grillo. Tu oído está mucho mejor entrenado que el mío. Además, los indios tienen el oído más desarrollado que los blancos.
El indio sonrió, negó con la cabeza y respondió:
–Te equivocas, amigo. El oído de un indio no es mejor ni peor que el de un blanco. Atiende, que te lo voy a demostrar.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de 50 céntimos y la dejó caer sobre la acera.
La moneda tintineó al chocar con el asfalto, y las personas que se encontraban a varios metros de los dos amigos se apercibieron del sonido y miraron hacia todos los lados. Finalmente, uno la encontró, la recogió y se la guardó. Después siguió andando.
–¿Ves? – dijo el indio–. El tintineo de la moneda no era un sonido más fuerte que el canto del grillo, y a pesar de ello lo han oído muchas mujeres y hombres blancos y se han dado la vuelta al instante, mientras que el canto del grillo nadie lo oyó más que yo. No es cierto que el oído de los indios sea mejor que el de los blancos. Es simplemente que cada uno oye bien solo aquello a lo que está acostumbrado a atender.
FREDERIK HETMANN
Historia de pieles rojas

  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS