Después de pensármelo mucho, acudí a la reunión de
lectores anónimos que había convocado la biblioteca pública. Cuando me tocó el
turno de hablar, extraje de uno de mis bolsillos el escrito que había estado
preparando toda la tarde para que no se me olvidara nada de lo que deseaba
contar.
Me
sentía intranquilo, torpe y nervioso. El papel se me cayó al suelo. Lo recogí y
lo desdoblé con manos temblorosas. Tras unos momentos de indecisión, leí:
“Mi
nombre no importa, soy un lector anónimo”.
Tuve
que repetir esta frase porque al principio no me salía la voz del cuerpo, y
porque alguien, desde el fondo de la sala, me había pedido por favor que
hablara más alto.
Volví
a empezar recuperando mi energía.
“Mi
nombre no importa, soy un lector anónimo”.
El día que dije en mi casa que me gustaba
leer, mi padre puso el grito en el cielo. Se levantó de golpe de su sillón
preferido y, furibundo, pegó un puñetazo encima de la mesa. La ira le subía
hasta las cejas. Su rostro se incendió Y estoy por asegurar que arrojaba humo
por la cabeza. Parecía un volcán a punto de entrar en erupción.
--¡Pero bueno! –me gritó con voz tremebunda--, ¿cómo
es posible que te guste leer? ¿Me has
visto a mí leer alguna vez? ¿Lee tu madre? ¿Lee tu hermano mayor? No, ¿verdad?
Ninguno de nosotros leemos. ¿Y no estamos todos sanos y fuertes?
Mi
madre fue más suave, aunque su tono también venía cargado de reproches.
--Hijo, ¿por qué lo haces? ¿Por qué lees? –me
preguntó entristecida.
Sin
dejarme responder, mi padre volvió a la carga y continuó despotricando.
--Vamos a ver. Tienes un ordenador, tienes un montón
de video-juegos, te hemos puesto un televisor en tu cuarto y, a pesar de todo
eso, que buenos esfuerzos nos ha costado, el niño caprichoso prefiere leer
libros. ¿Te parece bonito ese vicio?
¿Vicio?
Yo, la verdad, no supe qué responder. Según comprobé
después a escondidas en el diccionario, que también es un libro, un vicio es
una mala costumbre que se repite con frecuencia.
En
aquel momento, más que un vicioso, me sentía igual que un ladrón que acabara de
robar en el Banco de España y hubiera sido pescado in fraganti. Por un instante
me vi rodeado por la policía y por mi amenazadora familia. Todos me señalaban
con dedos acusadores. Hablaban de mí como si hubiera cometido el peor de los
delitos. Un inspector trataba de consolar a mi madre que me miraba compungida,
cual si fuera un caso perdido.
Para
colmo, todavía tenía el botín en la mano, la prueba del delito, esto es, los
libros que acababa de sacar de la biblioteca pública. Mis padres los miraron
horrorizados. Leyeron los títulos con
dificultad, poniendo caras extrañas en las que podía verse, como en un libro
abierto, su asombro, su indignación y su repugnancia.
Y
la cosa no paró en broncas, reprimendas, acusaciones, recriminaciones, gritos y
alaridos.
Tuve que prometerles a mis progenitores, ‘por lo que
más quisiera’, que nunca más volvería a leer libros en casa.
Y se lo prometí seguro de que iba a cumplir esa
promesa.
¡Cuánto
me gustaría compartir este interés, o este vicio, por la lectura con alguien!
Pero mis amigos piensan en esto de la misma manera que mis padres. Además, mis
amigos solo saben hablar de fútbol. Sus conversaciones giran y giran sin parar
alrededor de partidos, jugadores y equipos. No tengo nada contra el fútbol,
solo es que quisiera poder hablar también de otras cosas.
Un día que les insinué haber leído un libro, y
pretendía comentarles cuánto me había gustado, me miraron como si fuera un
apestado, y se alejaron de mí poniendo cara de asco.
--¿Qué pasa, colega, te has vuelto majara? –me
preguntaron afirmando mientras se alejaban a toda prisa.
Y ya desde lejos, uno de ellos me gritó:
--¡Estás como una chota, tío!
He
cumplido mi promesa a rajatabla. Ahora ya no leo en casa. Ahora leo sentado en
un oculto banco del parque y en la biblioteca pública, donde ellos no pueden
verme.
A
veces, cuando me dedico a este vicio, o lo que sea, tengo miedo de que me
descubran, aunque luego me
olvido de todo.
Lo
siento por mis padres y por mis amigos, pero a mí me gusta leer, ¿y qué?”.